martes, 21 de septiembre de 2010

José Antonio Labordeta

En octubre de 2006 empecé a estudiar Periodismo y Comunicación Audiovisual. Teníamos una asignatura que se llamaba Historia de España, y teníamos que hacer un trabajo, a modo de reportaje -nuestro primer reportaje, emoción, emoción- sobre algún tema de la Historia reciente de España, evidentemente. Había que contar con testimonios, así que lo más cercano nos pareció tratar la Universidad en la dictadura, desde la perspectiva de una fábrica antifranquista. Creíamos más que ahora en todo lo revolucionario, en nuestra capacidad de cambiar el mundo y dejar asombrado a cualquiera con nuestro trabajo y la arista desde la que mirábamos la vida, como si nadie lo hubiera hecho antes. Y nos movimos bastante -creo que no he vuelto a moverme así, pasión de raza- entrevistamos desde a nuestros padres, hasta a algún diputado del Congreso -por aquel entonces, nos parecía toda una provocación hablar con alguien del PP sobre la lucha contra la dictadura, qué polarizado estaba el mundo desde mis dieciocho, cuando todo era o blanco o negro.

Yo he nacido en Zaragoza. Y aunque toda mi vida haya vivido en Madrid, me pone los pelos de punta escuchar una jota o atarme el cachirulo al cuello en las fiestas del Pilar. Mis padres vivieron allí hasta que se casaron, y allí continúa toda mi familia, y un cajón inolvidable de recuerdos, que son cada día más dulces, y me hacen cada día más aragonesa, más maña que ayer. Así que vista la materia y la raíz, después de entrevistar a mi padre me insistió en que intentara contactar con Labordeta para entrevistarle. Quién sino me iba a explicar mejor la Universidad en los tiempos de Franco. Y con la energía que sólo da batir lo imposible, conseguí su dirección -mucho más fácil de lo que hubiera creído entonces, aunque me sintiera más periodista que nunca. Y Labordeta me contestó. Pero no me contestó como todos los demás, dándome largas o pasándome a una relación eterna e inútil con sus asistentes, secretarios, adjuntos de secretarios y becarios (/as). Me contestó él. Yo me ofrecía a entrevistarle en las vacaciones de Navidad, porque en fin, la entrevista por correo era desaconsejada, y yo sólo podía en esas fechas -yo me debía de creer la presidenta de Estados Unidos o algo así, con tales exigencias. Y él me escribió para decirme que sintiéndolo mucho, estaba enfermo y no podría atenderme, que me contestaría por correo a las preguntas. Accedí, y él nunca contestó. Insistí, y no hubo más respuestas.

Casi cuatro años después, Labordeta ya no está. Fue el único de todos los entrevistados medianamente accesibles que no nos contestó. Lo olvidé, y hoy he vuelto a recordarle. Me pareció fatal en su momento que no fuera capaz de perder una hora de su tiempo en concederme una entrevista. Hoy me parece increíble que fuera capaz de perder cinco minutos en contestar a una estudiante de primero para justificar la imposibilidad de nuestro encuentro, después de enterarse de su enfermedad.

A la estudiante de primero de carrera, la que escribe hoy, le parecería una extraña. Porque en ningún día de mi vida como hoy he sentido más las ganas de estar en las calles de mi Zaragoza natal, llorándole una jota a este personaje tan ilustre, tan auténtico y tan fiel. Y gran parte de mi fidelidad a mis raíces, se la debo a él. Y desde aquí, la estudiante que va a acabar este año la carrera y no sabe qué hacer con su vida, sí sabe que en la periodista que algún día resulte, su imagen gobernará cuando se trate de jugársela -una y mil veces, que de raza seguimos siendo como él, fieles- por la verdad. Y por las ideas. Y por la libertad.

Que seamos tan Labordetas, y el mundo lo sea, que no haya que llorar tanto cuando uno se va.

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