El año empezó con algunos toques de humor, Merry Crisis y cosas por el estilo. Los bares siguen llenos y salvo los cuatro millones de parados, los otros cuarenta vamos tirando. La crisis sigue siendo algo un poco externo, algo de lo que hablan los medios de comunicación y que los españolitos vamos viendo en los locales que cierran, lo que se cuenta en los bares, los pisos en venta... Hay un terremoto en Haití y aún nos sobra espíritu solidario para mandar ayuda humanitaria. Elecciones parlamentarias en Irak, hay que ser idiota.
Y los meses van pasando, y muchos como yo nos vamos escurriendo entre la gente. Nos dejamos llevar por las conversaciones ajenas, las borracheras, los titulares de los periódicos. Y los gobiernos van cambiando, y los ecos conservadores se van haciendo más fuertes, como el sonido de sus tijeras. Unos cortes por aquí, otros cortes por allá. Y los bares siguen llenos. Al sonido de las tijeras se van uniendo gritos y algunas explosiones, aquí y allá, Atenas, Dublín, París, Londres. Que si Alemania paga, que si Grecia se hunde. Que si hay que recortar el sueldo de los funcionarios.
Ataques terroristas, lluvias en Pakistán, cólera en Haití, disidentes cubanos en España, etarras en Venezuela, suicidios de las bolsas, palestinos muertos de hambre, Obama dice, Merkel contempla, Sarkozy afirma, Zapatero desmiente, Berlusconi predice, Jintao calla. Que, que, que... me voy deslizando, y muchos como yo se deslizan, contemplan, contemplamos con la mirada atónita cómo la parrilla de Telecinco va engullendo cultura deshecha en forma de barbarie, vulgaridad, y mucho grito, mucho implante.
Todos los gritos toman forma, y la crisis empieza a masticarse, recortes sociales, más recortes sociales y sin comerlo ni beberlo, reforma laboral. Los dueños del capitalismo exigen la protección de los mismos gobiernos a los que echan de su sistema, la mano invisible ahoga, los millones de dólares, euros, pesos, yenes caminan rápido de las arcas del Estado a los agujeros de los bancos. Salvamos a los responsables de la crisis, para que ellos nos salven a nosotros, a los inocentes, o que nos sigan ahogando. Rescate, huelga general, paro, pensiones, congelación. Los aviones no despegan, por nubes volcánicas, huelgas o nieve. Y los bares siguen llenos. Y el mundo poco a poco va girando hasta darse del todo la vuelta.
Pero el instinto periodista sobrevive. Wikileaks, las presiones por las descargas, por el juicio de Couso, el islamismo radical, los vertidos de petróleo, la corrupción en todo el mundo y el carisma del futuro rey del mundo, chino. Y Jintao dice, Berlusconi contempla, Zapatero afirma, Sarkozy desmiente, Merkel predice, Obama calla. Pero el mundo no va a explotar, seguirá en su equilibrio capitalista perfecto, los gobiernos meterán mano a la invisible y dejarán hacer a la dictadura de los mercados. Wikileaks, el instinto periodista, la luz de la verdad que ha de llegar a todos los rincones es sólo una noticia más, el descubrimiento, la forma, y no el contenido.
Y he llegado hasta abajo, y muchos conmigo, vomitan, vomitamos. Y buscamos explotar. Acumular la rabia suficiente para exiliarnos en un voluntariado en Nepal, o en la Patagonia argentina. Allí donde no es dinero por dinero, sino compartir por compartir. Me salva, y a muchos conmigo les salva, nos salva, el instinto periodista, la lucha firme contra la mentira eterna, la corrupción y la asquerosidad de planeta que queremos cambiar. Todo por lo que un día empecé a estudiar, empezamos a estudiar, es mentira. Es sucio y gris. Pero yo tengo sólo veintidós años, y voy a cambiar el mundo. Y cuando sepa que es imposible, me retiraré. No es un canto a la esperanza, ni populismo, ni demagogia, es la necesidad de seguir creyendo en mí, y en la fuerza que mueve el mundo desde mis pies españoles hasta la plaza de Tiananmen. En la necesidad de creer en todos, en que la lucha de Saviano no es en balde, ni la de miles de personas que buscan la justicia en su día a día y creen las buenas intenciones de Assange.
Que cierre CNN en España, y que sea maravillosamente sustituido por un canal de basura veinticuatro horas, es sólo una metáfora de la realidad en la que yo, y muchos conmigo, no creen, no creemos. Por eso de ese mundo yo me bajo. Me bajo. No lo quiero, me repugna, me asquea, me da rabia y me da pena. Porque la generación que maneja el mundo no es la nuestra, ni la que queremos. Es la generación cansada, vendida y agnóstica, que llena los bares y habla, habla, habla y habla. Pero yo, desde aquí o desde Nepal, voy a cambiar el mundo, y muchos conmigo. Cambiaremos el mundo. El resto puede seguir danzando al son de la mano invisible, del gran hermano, o de la desigualdad que mastica catástrofes, cadáveres y basura. No me hacen falta, y a muchos conmigo, no les hace falta. No nos hace falta. Porque en 2011 Palestina pasará de puntillas por EEUU, y Europa seguirá en silencio, venderemos armas a Israel y nos colocaremos detrás de una pancarta por el Sáhara Occidental sin condenar a Marruecos, no restableceremos el Ministerio de Igualdad en un país en el que en cinco años han muerto 400 mujeres, más que por terrorismo en toda su historia, pero hablaremos mucho de ETA y de su fin o su rearme.
Manuel Azaña decía que si en España la gente hablara sólo de lo que sabe, se haría un gran silencio.
Esto es lo que yo sé. Y me bajo. ¿Quién se baja conmigo?
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viernes, 31 de diciembre de 2010
miércoles, 22 de septiembre de 2010
El amor romántico
Yo me declaro abiertamente feminista. Lo cual, para los que me conozcan no es ninguna novedad, y para los entendidos en el tema, no es ninguna declaración atrevida ni provocadora. Pero, quiero suponer que alguien que me esté leyendo piensa todavía que las feministas y los feministas somos o bien gays, o bien feas frustradas que llevan camisas anchas de cuadros, estilo leñador. Para ellos, si aún siguen en esta línea, va esta entrada. Porque es a los que aún no son feministas a los que quiero dirigirme, es esa parte de la sociedad la que aún tiene que abrir ciertos espacios de la mente que tienen cerrados, no es culpa suya. A mí me quedan miles por abrir todavía, por suerte.
Recuerdo que en primero de carrera -qué fructífero fue ese año- nuestra profesora de Movimientos Literarios empezó su primera clase preguntándonos cuántos éramos feministas. De casi ochenta alumnos, sólo seis levantaron la mano. Yo no fui nadie de los seis. Claro que me consideraba feminista, pero no tenía mucha idea de lo que significaba, como no la tiene nadie que no haya estudiado aunque sea unas líneas de teoría feminista -o nadie que no nos haya oído hablar.
Resulta que el feminismo es la lucha por la igualdad entre el hombre y la mujer. Los que nos ven como frustrados por un machismo que "ya no existe" -y un huevo- nos consideran luchadores por una supremacía de la mujer sobre el hombre, como una oposición al machismo. Señoritos, eso es hembrismo. No dudo que el término "feminismo" suponga algunos problemas puramente morfológicos, pero la realidad es ésta. Por tanto, y si hemos leído bien, todo hombre y mujer en democracia debería ser inherentemente feminista, porque todos queremos la igualdad, ¿verdad?
No dudo que todos la queramos, el problema está en identificar las desigualdades. Cuando ya hemos identificado las desigualdades obvias, nos hemos relajado. Todos. Luchamos contra la violencia machista, pero no vemos las mil muestras de machismo que existen a nuestro alrededor cada día. Desde la publicidad, hasta el doble esfuerzo que las mujeres tenemos que hacer en nuestro día a día para demostrar que valemos tanto como cualquiera en nuestra diferencia. Que sabemos conducir y dirigir países, no como un hombre, porque el feminismo no es igualarnos al sexo opuesto, sino como personas, todos y todas, somos iguales, en derechos, y en deberes.
Una vez aclarado esto, voy a la cuestión de fondo.
Eduardo Jimeno Fernández Cardedue
La primera de muchas desigualdades muy asumidas y toleradas en nuestra sociedad, la primera que adoptamos desde que nacemos y nos condiciona sin saberlo, porque nadie detecta su machismo intrínseco, es el amor romántico. Crecemos en igualdad, nos mezclamos en los colegios y tenemos, más o menos, las mismas oportunidades para estudiar y formarnos. Pero desde pequeños, y sin darnos cuenta, somos educados de manera muy diferente. A todos nos enseñan el respeto, la necesidad de trabajar para conseguir el pan de cada día. Pero además, a nosotras nos enseñan a amar. Y más allá, nos enseñan a esperar al caballo blanco y su príncipe azul montado en él para que nos despierte con su beso. Nos enseñan desde pequeñas a que no estemos completas hasta encontrar al amor de nuestras vidas, el hombre de nuestros sueños. Y en eso, a los hombres no se les educa. Por eso, en nuestros sueños siempre aparece la disyuntiva indecente entre el amor y la familia, o el sueño, digamos, profesional.
Las películas, las series, los cuentos infantiles, están llenos de ejemplos. A los hombres se les plantean otras metas, terminar con una guerra, ser agente de la CIA, superhéroe o presidente del gobierno. No es que ésas metas no se nos planteen también a nosotras -siempre en menor medida- sino que a los hombres la tarea de amar se les enseña minoritariamente y con un enfoque que representa sólo una meta más, "salvar a la princesa", no como algo fundamental, sino como uno más de los logros que consagran sus virtudes, la fuerza, el honor, el valor. Nuestra meta, casi única, no es salvar a nadie, sino ser salvadas, como sexo débil, frágil, incompleto. Incapaz de proezas que no tengan que ver exclusivamente con nuestro objetivo último, el amor.
Y aunque nosotros lo aprendamos ahora, siempre habrá un resquicio de machismo que no identificaremos, a mí me sucede aún. Y si no cambiamos toda esa cultura, los niños del mañana seguirán siendo superhéroes, y las niñas, Blancanieves.
Recuerdo que en primero de carrera -qué fructífero fue ese año- nuestra profesora de Movimientos Literarios empezó su primera clase preguntándonos cuántos éramos feministas. De casi ochenta alumnos, sólo seis levantaron la mano. Yo no fui nadie de los seis. Claro que me consideraba feminista, pero no tenía mucha idea de lo que significaba, como no la tiene nadie que no haya estudiado aunque sea unas líneas de teoría feminista -o nadie que no nos haya oído hablar.
Resulta que el feminismo es la lucha por la igualdad entre el hombre y la mujer. Los que nos ven como frustrados por un machismo que "ya no existe" -y un huevo- nos consideran luchadores por una supremacía de la mujer sobre el hombre, como una oposición al machismo. Señoritos, eso es hembrismo. No dudo que el término "feminismo" suponga algunos problemas puramente morfológicos, pero la realidad es ésta. Por tanto, y si hemos leído bien, todo hombre y mujer en democracia debería ser inherentemente feminista, porque todos queremos la igualdad, ¿verdad?
No dudo que todos la queramos, el problema está en identificar las desigualdades. Cuando ya hemos identificado las desigualdades obvias, nos hemos relajado. Todos. Luchamos contra la violencia machista, pero no vemos las mil muestras de machismo que existen a nuestro alrededor cada día. Desde la publicidad, hasta el doble esfuerzo que las mujeres tenemos que hacer en nuestro día a día para demostrar que valemos tanto como cualquiera en nuestra diferencia. Que sabemos conducir y dirigir países, no como un hombre, porque el feminismo no es igualarnos al sexo opuesto, sino como personas, todos y todas, somos iguales, en derechos, y en deberes.
Una vez aclarado esto, voy a la cuestión de fondo.
"En la estela de estos planteamientos, la crítica feminista no tardó en descubrir en el amor romántico una de las estratagemas más sibilinas y eficaces de la cultura patriarcal para doblegar a las mujeres y consolidar relaciones asimétricas. Alimentar ese ensueño distorsionador sirve para que la mujeres asuman como un destino deseable la renuncia personal, la entrega total y apasionada, la sumisión absoluta a su príncipe idealizado. Aunque pudiera pensarse que con sus fogosidades y arrebatos el amor romántico implica y complica por igual a hombres y mujeres, la critica feminista denuncia que más allá de las retóricas dolientes masculinas lo que en realidad se exalta es la propiedad y dominio del varón sobre la mujer, representada insistentemente como un ser incompleto, frágil y necesitado de protección. Basta con realizar una rápida revisión de los contenidos románticos de los cuentos infantiles, las canciones, las revistas, las películas o las series de televisión para constatar cómo vinculan la plenitud de la mujer al anhelo de entrega y sometimiento al amado, al deseo de resultarle siempre atractiva, a la disposición permanente a satisfacer sus deseos. El ideal romántico, además, hace depender el éxito de la relación de que la mujer abrace decididamente este esquema escandalosamente asimétrico, asumiendo los sacrificios y renuncias que hagan falta. El cuidado de la relación aparece así como un deber de las mujeres y la responsabilidad del posible fracaso de la relación siempre es de ellas."
La primera de muchas desigualdades muy asumidas y toleradas en nuestra sociedad, la primera que adoptamos desde que nacemos y nos condiciona sin saberlo, porque nadie detecta su machismo intrínseco, es el amor romántico. Crecemos en igualdad, nos mezclamos en los colegios y tenemos, más o menos, las mismas oportunidades para estudiar y formarnos. Pero desde pequeños, y sin darnos cuenta, somos educados de manera muy diferente. A todos nos enseñan el respeto, la necesidad de trabajar para conseguir el pan de cada día. Pero además, a nosotras nos enseñan a amar. Y más allá, nos enseñan a esperar al caballo blanco y su príncipe azul montado en él para que nos despierte con su beso. Nos enseñan desde pequeñas a que no estemos completas hasta encontrar al amor de nuestras vidas, el hombre de nuestros sueños. Y en eso, a los hombres no se les educa. Por eso, en nuestros sueños siempre aparece la disyuntiva indecente entre el amor y la familia, o el sueño, digamos, profesional.
Las películas, las series, los cuentos infantiles, están llenos de ejemplos. A los hombres se les plantean otras metas, terminar con una guerra, ser agente de la CIA, superhéroe o presidente del gobierno. No es que ésas metas no se nos planteen también a nosotras -siempre en menor medida- sino que a los hombres la tarea de amar se les enseña minoritariamente y con un enfoque que representa sólo una meta más, "salvar a la princesa", no como algo fundamental, sino como uno más de los logros que consagran sus virtudes, la fuerza, el honor, el valor. Nuestra meta, casi única, no es salvar a nadie, sino ser salvadas, como sexo débil, frágil, incompleto. Incapaz de proezas que no tengan que ver exclusivamente con nuestro objetivo último, el amor.
Y aunque nosotros lo aprendamos ahora, siempre habrá un resquicio de machismo que no identificaremos, a mí me sucede aún. Y si no cambiamos toda esa cultura, los niños del mañana seguirán siendo superhéroes, y las niñas, Blancanieves.
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