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lunes, 4 de abril de 2011

El contagio de las revoluciones árabes

Se ha escrito mucho últimamente sobre el proceso de cambio en los países del norte de África y Oriente Medio. Se habla de revoluciones, en principio pacíficas (la de Libia empezó así), y sobre todo, transversales. Las revoluciones las impulsa una generación de jóvenes que aún no termina de creerse lo que ha conseguido, pero les siguen adultos, hombres y mujeres, ancianos, profesionales liberales, militares, parados, estudiantes. Desde la clase media alta, hasta los más pobres. No hay un común denominador, la tasa de analfabetismo es alta en Túnez o Yemen, pero no en Egipto. Tampoco la densidad o la estructura demográficas, el islamismo o la convivencia con otras religiones como el cristianismo. ¿Qué une a los árabes?

Desbancar a dictadores sería la primera impresión. Las aspiraciones democráticas de un pueblo que después de superar el colonialismo e independizarse, se ha visto sometido al poder de unos pocos (o de un dictador y su familia), avalado por Europa y el resto de la comunidad internacional. Ben Ali, Mubarak, Gadafi o Al Asad llevan años en el poder, abusando del resto de la sociedad. Pero el planeta, por desgracia, sigue plagado de dictadores cuyos súbditos no se han sublevado -aún. ¿Qué es entonces lo que une a los árabes?

Pagar. Soportar sobre sus hombros las crisis que no han creado, las políticas que no han elegido, los deberes que les han sido impuestos. Poco a poco, y en menor medida, eso es lo que nos está pasando a nosotros. Al resto del mundo, o más bien, al primero. Nos salva una distancia que se mide en televisores panorámicos, uno o dos vehículos de gama media por familia, una casa en la playa, descanso dominical y vacaciones quincenales, más o menos. Un colchón que cada vez es más fino, un colchón con muchos elementos, muelles, fibra y materiales que han costado décadas, siglos, en construir y ensanchar nuestro sueño, nuestro descanso, nuestro futuro y nuestro aliento. Un colchón que sufre tijeretazos en cuestión de meses, leyes y decretazos que adelgazan nuestra feliz clase media, el freno a todas las revoluciones.

Y quizá es mejor. Indignaos, indignarnos. Porque ya no es la pérdida de derechos, libertades y deberes (como el trabajo), sino lo que ha llevado a los árabes a poner punto y final a sus regímenes. Es que haya una clase, rica, súper rica, aliada de políticos, cada vez más alejada de nosotros, que se ríe. Que se rían. Y nos machaquen, y no les importe que todos seamos seres humanos, con vidas, cuerpos que respiran, corazones que laten, sentimientos que viven. Una crisis económica y financiera provocada por los bancos que juegan a vendernos ilusiones en versión ladrillo, rescates que pagamos los ciudadanos, y ni una sola indemnización, ni una sola responsabilidad para quien es el verdadero culpable.

Pero qué voy a contar, si todo esto se ha dicho ya. Si hemos hablado tanto de revoluciones árabes, llevamos el resto de la vida escuchando y leyendo sobre crisis. Desde el sofá de casa, desde la pantalla, el papel o el altavoz que nos separa del otro lado del Mediterráneo, el que nos hace sentir privilegiados, nombrar el mundo y tapar justo el hueco por el que alguien nos dice que estamos mucho más cerca, que salvando las distancias, nos parecemos mucho más.

viernes, 31 de diciembre de 2010

Me voy a bajar

El año empezó con algunos toques de humor, Merry Crisis y cosas por el estilo. Los bares siguen llenos y salvo los cuatro millones de parados, los otros cuarenta vamos tirando. La crisis sigue siendo algo un poco externo, algo de lo que hablan los medios de comunicación y que los españolitos vamos viendo en los locales que cierran, lo que se cuenta en los bares, los pisos en venta... Hay un terremoto en Haití y aún nos sobra espíritu solidario para mandar ayuda humanitaria. Elecciones parlamentarias en Irak, hay que ser idiota.

Y los meses van pasando, y muchos como yo nos vamos escurriendo entre la gente. Nos dejamos llevar por las conversaciones ajenas, las borracheras, los titulares de los periódicos. Y los gobiernos van cambiando, y los ecos conservadores se van haciendo más fuertes, como el sonido de sus tijeras. Unos cortes por aquí, otros cortes por allá. Y los bares siguen llenos. Al sonido de las tijeras se van uniendo gritos y algunas explosiones, aquí y allá, Atenas, Dublín, París, Londres. Que si Alemania paga, que si Grecia se hunde. Que si hay que recortar el sueldo de los funcionarios.

Ataques terroristas, lluvias en Pakistán, cólera en Haití, disidentes cubanos en España, etarras en Venezuela, suicidios de las bolsas, palestinos muertos de hambre, Obama dice, Merkel contempla, Sarkozy afirma, Zapatero desmiente, Berlusconi predice, Jintao calla. Que, que, que... me voy deslizando, y muchos como yo se deslizan, contemplan, contemplamos con la mirada atónita cómo la parrilla de Telecinco va engullendo cultura deshecha en forma de barbarie, vulgaridad, y mucho grito, mucho implante.

Todos los gritos toman forma, y la crisis empieza a masticarse, recortes sociales, más recortes sociales y sin comerlo ni beberlo, reforma laboral. Los dueños del capitalismo exigen la protección de los mismos gobiernos a los que echan de su sistema, la mano invisible ahoga, los millones de dólares, euros, pesos, yenes caminan rápido de las arcas del Estado a los agujeros de los bancos. Salvamos a los responsables de la crisis, para que ellos nos salven a nosotros, a los inocentes, o que nos sigan ahogando. Rescate, huelga general, paro, pensiones, congelación. Los aviones no despegan, por nubes volcánicas, huelgas o nieve. Y los bares siguen llenos. Y el mundo poco a poco va girando hasta darse del todo la vuelta.

Pero el instinto periodista sobrevive. Wikileaks, las presiones por las descargas, por el juicio de Couso, el islamismo radical, los vertidos de petróleo, la corrupción en todo el mundo y el carisma del futuro rey del mundo, chino. Y Jintao dice, Berlusconi contempla, Zapatero afirma, Sarkozy desmiente, Merkel predice, Obama calla. Pero el mundo no va a explotar, seguirá en su equilibrio capitalista perfecto, los gobiernos meterán mano a la invisible y dejarán hacer a la dictadura de los mercados. Wikileaks, el instinto periodista, la luz de la verdad que ha de llegar a todos los rincones es sólo una noticia más, el descubrimiento, la forma, y no el contenido.

Y he llegado hasta abajo, y muchos conmigo, vomitan, vomitamos. Y buscamos explotar. Acumular la rabia suficiente para exiliarnos en un voluntariado en Nepal, o en la Patagonia argentina. Allí donde no es dinero por dinero, sino compartir por compartir. Me salva, y a muchos conmigo les salva, nos salva, el instinto periodista, la lucha firme contra la mentira eterna, la corrupción y la asquerosidad de planeta que queremos cambiar. Todo por lo que un día empecé a estudiar, empezamos a estudiar, es mentira. Es sucio y gris. Pero yo tengo sólo veintidós años, y voy a cambiar el mundo. Y cuando sepa que es imposible, me retiraré. No es un canto a la esperanza, ni populismo, ni demagogia, es la necesidad de seguir creyendo en mí, y en la fuerza que mueve el mundo desde mis pies españoles hasta la plaza de Tiananmen. En la necesidad de creer en todos, en que la lucha de Saviano no es en balde, ni la de miles de personas que buscan la justicia en su día a día y creen las buenas intenciones de Assange.

Que cierre CNN en España, y que sea maravillosamente sustituido por un canal de basura veinticuatro horas, es sólo una metáfora de la realidad en la que yo, y muchos conmigo, no creen, no creemos. Por eso de ese mundo yo me bajo. Me bajo. No lo quiero, me repugna, me asquea, me da rabia y me da pena. Porque la generación que maneja el mundo no es la nuestra, ni la que queremos. Es la generación cansada, vendida y agnóstica, que llena los bares y habla, habla, habla y habla. Pero yo, desde aquí o desde Nepal, voy a cambiar el mundo, y muchos conmigo. Cambiaremos el mundo. El resto puede seguir danzando al son de la mano invisible, del gran hermano, o de la desigualdad que mastica catástrofes, cadáveres y basura. No me hacen falta, y a muchos conmigo, no les hace falta. No nos hace falta. Porque en 2011 Palestina pasará de puntillas por EEUU, y Europa seguirá en silencio, venderemos armas a Israel y nos colocaremos detrás de una pancarta por el Sáhara Occidental sin condenar a Marruecos, no restableceremos el Ministerio de Igualdad en un país en el que en cinco años han muerto 400 mujeres, más que por terrorismo en toda su historia, pero hablaremos mucho de ETA y de su fin o su rearme.

Manuel Azaña decía que si en España la gente hablara sólo de lo que sabe, se haría un gran silencio.
Esto es lo que yo sé. Y me bajo. ¿Quién se baja conmigo?

martes, 21 de septiembre de 2010

José Antonio Labordeta

En octubre de 2006 empecé a estudiar Periodismo y Comunicación Audiovisual. Teníamos una asignatura que se llamaba Historia de España, y teníamos que hacer un trabajo, a modo de reportaje -nuestro primer reportaje, emoción, emoción- sobre algún tema de la Historia reciente de España, evidentemente. Había que contar con testimonios, así que lo más cercano nos pareció tratar la Universidad en la dictadura, desde la perspectiva de una fábrica antifranquista. Creíamos más que ahora en todo lo revolucionario, en nuestra capacidad de cambiar el mundo y dejar asombrado a cualquiera con nuestro trabajo y la arista desde la que mirábamos la vida, como si nadie lo hubiera hecho antes. Y nos movimos bastante -creo que no he vuelto a moverme así, pasión de raza- entrevistamos desde a nuestros padres, hasta a algún diputado del Congreso -por aquel entonces, nos parecía toda una provocación hablar con alguien del PP sobre la lucha contra la dictadura, qué polarizado estaba el mundo desde mis dieciocho, cuando todo era o blanco o negro.

Yo he nacido en Zaragoza. Y aunque toda mi vida haya vivido en Madrid, me pone los pelos de punta escuchar una jota o atarme el cachirulo al cuello en las fiestas del Pilar. Mis padres vivieron allí hasta que se casaron, y allí continúa toda mi familia, y un cajón inolvidable de recuerdos, que son cada día más dulces, y me hacen cada día más aragonesa, más maña que ayer. Así que vista la materia y la raíz, después de entrevistar a mi padre me insistió en que intentara contactar con Labordeta para entrevistarle. Quién sino me iba a explicar mejor la Universidad en los tiempos de Franco. Y con la energía que sólo da batir lo imposible, conseguí su dirección -mucho más fácil de lo que hubiera creído entonces, aunque me sintiera más periodista que nunca. Y Labordeta me contestó. Pero no me contestó como todos los demás, dándome largas o pasándome a una relación eterna e inútil con sus asistentes, secretarios, adjuntos de secretarios y becarios (/as). Me contestó él. Yo me ofrecía a entrevistarle en las vacaciones de Navidad, porque en fin, la entrevista por correo era desaconsejada, y yo sólo podía en esas fechas -yo me debía de creer la presidenta de Estados Unidos o algo así, con tales exigencias. Y él me escribió para decirme que sintiéndolo mucho, estaba enfermo y no podría atenderme, que me contestaría por correo a las preguntas. Accedí, y él nunca contestó. Insistí, y no hubo más respuestas.

Casi cuatro años después, Labordeta ya no está. Fue el único de todos los entrevistados medianamente accesibles que no nos contestó. Lo olvidé, y hoy he vuelto a recordarle. Me pareció fatal en su momento que no fuera capaz de perder una hora de su tiempo en concederme una entrevista. Hoy me parece increíble que fuera capaz de perder cinco minutos en contestar a una estudiante de primero para justificar la imposibilidad de nuestro encuentro, después de enterarse de su enfermedad.

A la estudiante de primero de carrera, la que escribe hoy, le parecería una extraña. Porque en ningún día de mi vida como hoy he sentido más las ganas de estar en las calles de mi Zaragoza natal, llorándole una jota a este personaje tan ilustre, tan auténtico y tan fiel. Y gran parte de mi fidelidad a mis raíces, se la debo a él. Y desde aquí, la estudiante que va a acabar este año la carrera y no sabe qué hacer con su vida, sí sabe que en la periodista que algún día resulte, su imagen gobernará cuando se trate de jugársela -una y mil veces, que de raza seguimos siendo como él, fieles- por la verdad. Y por las ideas. Y por la libertad.

Que seamos tan Labordetas, y el mundo lo sea, que no haya que llorar tanto cuando uno se va.